SERES DE LUZ
Uno de los
incidentes más importantes de mi vida me ocurrió (a mí, Don) hace varios años
durante un retiro espiritual de una semana en el Estado de Nueva York. Éramos
alrededor de cincuenta personas y nos alojábamos en un hotel de comienzos de
siglo, propiedad de nuestro profesor. Puesto que los terrenos y el interior de
la vieja casa necesitaban mantenimiento constante, era el lugar idóneo para
que hiciéramos trabajos manuales penosos y una oportunidad perfecta para
observar nuestras resistencias y reacciones mientras trabajábamos. Era verano
y el calor era intenso, había pocas duchas, las colas para los cuartos de aseo
comunes eran largas y casi no teníamos periodos de descanso. Como todos
sabíamos, todas esas condiciones físicas y comunitarias entraban en el plan de
nuestro profesor para sacar a la luz nuestros «rasgos» de personalidad, con el
fin de que pudiéramos observarnos con más claridad en la intensidad de ese
laboratorio vivo.
Una tarde se nos dio la rara oportunidad de hacer una siesta de tres cuartos
de hora entre trabajo y trabajo. A mí se me había asignado la tarea de rascar
la pintura de la pared exterior del viejo hotel, y muy pronto estaba cubierto
de la cabeza a los pies de escamas de pintura seca. Al final de nuestra sesión
de trabajo estaba tan agotado y sudoroso que no me importó la suciedad;
necesitaba una siesta, y tan pronto nos dieron la señal de dejar el trabajo,
fui el primero en llegar al dormitorio común y meterme en la cama. Poco después
llegaron la mayoría de los otros chicos de ese dormitorio y a los cinco
minutos ya estábamos todos disponiéndonos para dormir.
En ese momento llegó el compañero de habitación que faltaba. Alan. Le
habían asignado el trabajo de cuidar a los hijos de los miembros del grupo, y
por su forma de entrar, con un portazo, y de tirar las cosas a su alrededor era
clarísimo que estaba furioso por no haber podido desocuparse antes para subir
a dormir la siesta. Pero sí tuvo tiempo para hacer bastante ruido y no dejar
descansar a nadie más tampoco.
Poco después de que entrara Alan metiendo bulla, me ocurrió algo pasmoso:
vi que mis reacciones negativas subían por mi cuerpo como un tren que llega a
una estación; y no me subí al tren. En un instante de simple claridad,
vi a Alan con su rabia y frustración, vi su comportamiento tal como era, sin
añadidos ni complejidades, y vi cómo se iba «acumulando» mi rabia para
descargarla sobre él; y no reaccioné a nada de esto.
Al limitarme a observar mis reacciones de rabia y autojustificación en
lugar de actuar según ellas, fue como si de pronto se hubiera descorrido un
velo ante mis ojos y me abrí. En un instante se disolvió algo que normalmente
me bloqueaba la percepción, y vi el mundo completamente vivo. De pronto Alan
era encantador y los demás chicos perfectos en sus reacciones, fueran las que
fueran. Miré por la ventana y con igual asombro vi que todo lo que me rodeaba
brillaba desde dentro. La luz del sol en los árboles, las hojas mecidas por la
brisa, el suave crujido de los paneles de vidrio en los viejos marcos de la
ventana, todo era demasiado hermoso para expresarlo con palabras. Me quedé
extasiado ante lo milagroso que era todo; todo, absolutamente todo, era
hermoso.
Continuaba en ese estado de asombrado éxtasis cuando me reuní con el resto
en la meditación de última hora de la tarde. Al profundizar en la meditación,
abrí los ojos y miré a mi alrededor, y entré en lo que sólo puedo definir como
una visión interior cuya impresión ha permanecido en mí durante años.
Lo que vi fue que cada una de las personas reunidas allí era un «ser de
luz». Vi claramente que todos estábamos hechos de luz, que éramos como formas
de luz, pero sobre esa forma había surgido una corteza; esa corteza era negra y
de consistencia gomosa, como alquitrán, que oscurecía la luz interior que era
el yo verdadero de cada persona. En algunas partes la capa de alquitrán era
muy gruesa y densa; en otras, más delgada y transparente. Las personas que han
trabajado en sí mismas durante más tiempo tienen menos alquitrán e irradian
más de su luz interior. Debido a sus historias personales, otras personas están
cubiertas con más alquitrán y necesitan trabajar muchísimo para quitárselo.
Alrededor de una hora después, la visión se fue desvaneciendo y desapareció. Cuando terminó la meditación teníamos más trabajo que hacer; me apresuré a ir a realizar una de las tareas más ingratas: fregar los platos en la calurosa cocina, pero dado que aún seguía palpable cierto residuo del éxtasis, esa tarea también fue un momento de dicha.
Relato esta historia no sólo por su importancia para mí personalmente, sino
también porque me enseñó de manera gráfica que las cosas de las que vamos a
hablar en este libro son reales. Si nos observamos con sinceridad y sin
juzgarnos, si vemos en acción los mecanismos de nuestra personalidad, podemos
despertar y nuestra vida puede ser un maravilloso despliegue de belleza y
dicha.
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